Crimen de la Pacheca

ROMANCE DEL CRIMEN DE «LA PACHECA»

(Crimen cometido en Santa Cruz de la Sierra el día 26 de marzo de 1856, en la joven Dª. María Pacheco Broncano. El romance fue escrito por un testigo imparcial durante la célebre causa que se instruyó.)

Crimen de la Pacheca

PRIMERA PARTE

María, Virgen Soberana,
abogada y protectora
de todo el género humano;
alma la más pura y sana,
vos, que sois Madre de Cristo,
tesoro de toda gracia,
inspírale a este, tu siervo,
para que deje trazada
la más desastrosa muerte
que con puñal o daga
pueda darse a una hija tuya
que como Tú se llamaba.

Mi torpe pluma vacila
al referir tal desgracia;
mi lengua tartamudea,
y sin vos, que yo no soy nada,
en vos vivo confiado,
pues vuestra ayuda es sobrada
para que mi débil pluma
no resbale ni se caiga
para poder referir
hechos de suma importancia.

En este consentimiento
de la Virgen más amada,
reclamo vuestra atención
y principiaré a narrarla.

En Santa Cruz de la Sierra
y Extremadura la baja
vivía D. José Pacheco
en compañía de una hermana
y de una preciosa hija
que María se llamaba.

Sola y única, esta joven,
por su naturalidad y gracia,
todo el pueblo la quería
y de todos era amada.

Era aficionada al baile
y en ello mucho gozaba,
sin duda porque eran raros
aquellos que frecuentaba.

Mas no por esta afición
nunca su honor peligrara;
siempre humilde, siempre dulce,
siempre pura, siempre casta.

Crióse aquesta infeliz
con una salud tan sana
que a pesar del pueblo enfermo,
su robustez descollaba.

Perdió también a su madre (1)
en edad muy temprana,
víctima, según se dice,
de una mano despiadada.

Recibió una educación
no de las más esmeradas,
efecto sin duda
de la orfandad en que estaba.

Sin embargo, quien la vio
y oyó cómo se expresaba,
dice que su producción
nada tenía de ordinaria.

Simpática y familiar,
todos, pues, consideraban
a Dª. María Pacheco,
joven la más desgraciada,
por el fin brutal y brusco
que tuvo la desdichada.

En una noche de enero
que el 26 se contaba
del año 56,
sentada en su propia casa,
en aquella noche oscura
que el agua y viento soplaban,
un verdugo, un asesino,
un tirano con su daga,
arrojóse a la infeliz
y la dejó degollada.
Pero ¡qué herida, Dios mío!,
más de dos líneas entraba
la cuchilla del verdugo,
tirada con mucha rabia, e
n la vertebral columna
de la joven que contaba
unos veinticuatro años,
que ni aún completos estaban.

Lectores, triste es decirlo,
pero esta infeliz causaba
a todo el que la veía,
tanta congoja y tal ansia,
que no es posible pintar
el cuadro que presenciaban
los que por verla acudían
cuando de ella se alejaban.

Cubierto el rostro salían
del paraje donde estaban,
llorando a lágrima viva
por joven tan desdichada.

Pero todavía es poco
esto si bien se compara
con la escena que pasó
cuando fueron a enterrarla.

Corazones los más duros
vierten abundantes lágrimas,
hombres, mujeres y niños,
por la Pacheco lloraban.

Todos a una vez decían:
¡Desgraciada! ¡Desgraciada!
¡Asesino, ven a verla;
acércate sin tardanza!

Ven a ver las consecuencias
de tu valerosa hazaña.

Repara bien ese aspecto,
sus manos ensangrentadas,
su cuello despedazado,
toda su ropa manchada.

Llega; no tardes, tirano,
que abrigo la confianza
de que si en tu seno tienes
dos gotas de sangre humana,
has de llorar tú también
de buena o de mala gana.

Sigamos la narración
y apartémonos con ansia
de este cuadro de tristeza
que tanta y tan grande causa.

Es de llamar la atención,
Y a todo el mundo chocaba,
que al verificarse el hecho
se encontraba acompañada
de su tía carnal Teresa,
y así consta y se declara.

Que su hermano había salido
y el alguacil en su compaña
a casa del secretario
que Arjona se apellidaba.

Que de que se quedaron solas,
con unos naipes jugaban
por puro pasatiempo
y reducir la velada.

Que estando las dos jugando,
dos luces las alumbraban,
si bien una de ellas poco,
porque aceite le faltaba.

Que observándolo Teresa,
la luz tomó apresurada,
marchando hacia la bodega
que distaba quince varas,
tardando en la operación
tres minutos, que no es nada.

Vuelve ya con su candil,
que aceite y luz rebosaba,
a la silla que en el juego
con su sobrina ocupaba,
cuando esta infeliz yacía
en su sangre revolcada,
corriendo un mar por el suelo,
la que Teresa pisaba.

¡Jesús, mil veces Jesús!,
doña Teresa exclamaba;
¡Mi sobrina! ¡Mi Paoheco!
¡Muerta, Dios mío,
y en qué prontitud herucana!

¡Tan cerca yo de este sitio
y no haber sentido nada!
¡Si he estado enfrente, Dios mío,
y ni una mosca sonara!

Ella tuvo luz y yo
también allí la guisaba.

¡Ah, ya recuerdo!; yo vi
cuando de vuelta ya estaba,
que para el corral dos hombres
apresurados marchaban,
y aquestos, sin duda, han sido
los que el hecho ejecutaran.

Tal es la declaración
que doña Teresa daba
al alcalde que formó
los principios de la causa.

Declaración que no puede,
por más que esté bien tramada
tenerse por verdadera,
al contrario, fue muy falsa.

Así lo comprendió el juez,
el que a otro día se hallaba
en la casa del suceso
trabajando sin tardanza,
con ganas de descubrir
dónde el asesino estaba.

Pregunta, indaga, discurre
y trabaja, y más trabaja,
hasta que vino a prender
al padre de la muchacha.

También prendió a la Teresa,
su linda y graciosa hermana,
al alguacil y otro joven
que la casa frecuentaban.

Llevándolos al jurado
que de Trujillo se llama,
en él vamos a dejarlos
mientras nosotros con calma
vamos recogiendo datos
para concluir la plana
en otra segunda parte,
pues ésta aquí se acaba,
disimulando, lectores,
si encuentran alguna falta.

SEGUNDA PARTE

Dijimos en la primera parte
cómo habiendo quedado presos
el alguacil, la Teresa
y a más don José Pacheco.

A estos tres no los dejaba
el juez ni ahora ni luego,
pues creía moralmente
que estos tres eran los reos.

¿Será verdad, Santo Dios,
será verdad, Padre Eterno,
que un padre contra su hija
atente sañudo y fiero ?

¿Será verdad que una tía,
de igual edad poco menos,
tomase parte también
en el hecho que refiero?

No es posible; no. Jamás
los anales verdaderos
cuentan en sus largas citas
maldades de aqueste género,
ni las fieras las abrigan
ni las practican los perros.

El tribunal entre tanto
desata tramas y enredos,
examina e inspecciona,
a testigos más de ciento.

Evacua citas, preguntas,
a unos luego, a otros primero,
a cuantas personas cerca
estuvieron del suceso.

De sus informes deduce,
sin duda de ningún género,
que todos menos su padre
quieren a María Pacheco.

La opinión pública reclama
contra crimen tan horrendo
y todos a voz en grito
califican a Pacheco
de autor del asesinato
de su hija. En careo
se presenta varias veces
con fidedignos sujetos
y, por desgracia, en sus citas
no hubo nada verdadero;
igual sucedió a su hermana
bien poquito más o menos.

El alguacil, asustado,
fuese falso o verdadero,
incurrió también, el pobre,
en muy grandes desaciertos,
por cuya razón siguió
la misma suerte que ellos.

En vista, pues, de los dichos
de los tres presuntos reos,
juzgó el juez prudente
volver al sitio de nuevo.

Hizo autopsia del cadáver
registrándole sus centros
y de aquesta operación
salió convencido al menos,
que si los presos no eran
ejecutores del hecho,
eran al menos autores,
y autores muy placenteros.

Bajo esta convicción
y de sus nuevos careos,
condenó a los tres alados
a presidio con cadena
perpetua de mucho hierro.

Bien lo merecen, lectores,
esta y más merecen ellos,
en particular su padre,
horror causa al leerlo.

El fue, sin duda, el autor
del más reprensible hecho
que los vivos presenciaron
y vieron nuestros abuelos.

¡Ojalá yo me equivoque!
¡Ojalá yo sea embustero!
¡Ojalá!, pero es en balde;
él lo fue, pero muy cierto,
ayudado de su hermana,
dos corazones bien negros,

¡Padre infiel, padre tirano!
¡Padre cruel, padre soberbio!
¡Padre infame, padre vil!
¡Padre bruto, padre fiero!

¿Qué entrañas eran las tuyas
para obrar tal desacierto?
¿Con qué tigre, con qué fiera,
has de comparar tu hecho ?

Verdugo, ¿no te movió
a compasión en tu pecho
que viles manos cortaran
la vida a tu propio aspecto ?

¿No reparaste tú en ella
quedar sus ojos abiertos
después que la degollaron
con el mortífero acero?

Que te miraba y decía
ése es mi asesino fiero;
ése, mi bárbaro padre;
ése lo intentó el primero,
por librarse de mi vista
y seguir con desacierto
la negra sombra del crimen
que le viene persiguiendo

¿Qué pensabas tú, gozar
este crimen cometiendo?
¿Qué fines eran los tuyos?
¡Dios mío, no lo comprendo!

Tus vicios, tus vicios solos,
fueron los que te movieron
a que tu inocente hija
muriese como un cordero.

Mas veo, queridos lectores,
que ya os vais entristeciendo
contemplando el más atroz
y más original hecho
que presenciaran los hombres
desde Adán, padre primero.

Aparte Dios de nosotros
tan funestos pensamientos;
amemos a nuestros hijos,
pues obligación tenemos
de amarlos y acariciarlos;
por la senda los guiemos
de la religión cristiana;
y muy luego veremos
cómo el hombre que se educa
bajo estos sentimientos
nunca puede cometer
maldades de aqueste género.

Nuestros hijos son pedazos
de nuestro corazón tierno
y debemos educarlos
con muy singular esmero;
ellos nos bendecirán
en nuestro aliento postrero
y honrarán nuestras cenizas
en los siglos venideros.

Padres de familia, así
lo mandan los mandamientos;
así quiero yo también
que a los infelices reos,
que de aquesta historia son
los causantes con sus hechos,
los perdonemos, benignos.

En lo opuesto del estrecho
se encuentran los desgraciados
con sus cadenas de hierro
purgando allí la gran falta
que se dice cometieron.

Dios les consuele y les dé
sincero arrepentimiento
para gozar algún día
sus bendiciones al menos.

Y ahora y también pido
con mi corazón ingénuo
disimuléis generosos,
como buenos caballeros,
las faltas de este romance,
que las tendrá, ya lo creo,
mas en cambio las compensa
su origen, que es verdadero.
Santa Cruz de la Sierra, 10 de abril de 1858.
D. S. A.

Fin que tuvieron los reos:

Todos tres salieron condenados en primera instancia al palo, y después, por la Audiencia de Cáceres, a cadena perpétua. En 9 de junio de 1858 les alcanzó la conmutación de la perpétua por la de 20 años de prisión correccional.

D. José Pacheco finó en Ceuta.

Doña Teresa Pacheco fue destinada al correccional de Santiponce y desde allí al de Valladolid, donde cumplió y le dieron su licencia para el pueblo de Logrosán, su naturaleza, donde a pesar de su hazaña, no le faltó un pobre diablo con quien tomar estado. Enviuda, y los hijos del marido, que era viudo, la repudian. Viéndose sola y sin recursos, enferma, y la Justicia tuvo que conducil1la a una Casa de Misericordia de la ciudad de Plasencia, donde concluyó sus días. Cumplió los 20 años de reclusión.

El alguacil Pedro Santos Pizarro también cumplió su condena, aunque fue recargado con dos años más.

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(1) El público señala a Pacheco autor de la muerte de su esposa, quedando impune el delito y echando la culpa a los facciosos de aquella época (1856).